Agarré su mano de la parte posterior, susurrándole con
ternura que dejara de llorar, que pronto volvería María a estar con nosotros.
Él, mientras gritaba su nombre desconsolado, necesitando que apareciese delante
de sus ojos para calmar el lamento de niño pequeño, le abracé.
Aproveché el momento para traerlo a mi regazo mientras con
la otra mano le acariciaba partes del cuerpo para conseguir inducirle el sueño…
-
- ¡María, María! Siguió gritando un poco más
suave, pero con las mismas ganas, tal vez incluso más que la vez anterior.
Como un ángel vino a su encuentro, no sin antes haberse
cepillado el pelo un par de veces.
- -
Ya estoy aquí pequeño, venga es hora de dormir.
Esas palabras me calmaron, no solo al niño que poco a poco
consiguió quedarse dormido, sino sobretodo a mí mismo.
Me sentía vulnerable, y ella como una madre sin serlo nos
dios ese toque de protección que ambos necesitábamos.
Quise gritar, no solo durante esa parte de la noche, si no
también durante las horas anteriores, “La voz dormida” me dije, en un intento
de buscarle un nombre a la situación, sabia que sería el remedio más eficaz,
menos traumático y con menos
consecuencias.
Sin ganas y con la ficticia protección que un niño de dos
años y medio podía ofrecerme le acompañé en su sueño, ambos en ese momento
necesitábamos la compañía de alguien, y en nuestro caso, ninguna de las dos
personas estaba disponible.
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