Si hubiese sabido que era
el día más feliz de mi vida, no lo hubiese dejado escapar jamás, pero el tiempo
como todo, pasa, y no nos percatamos de
los momentos hasta que somos realmente conscientes de ello.
En aquella ocasión ambos
nos miramos fijamente, tal fue el punto
de nuestra compenetración que no nos dimos cuenta que nos habíamos quedado
solos, apartados del mundo de los locos, reyes de aquel paraíso primaveral,
encerrados en una jaula liberal, con cadenas flexibles y rotos candados.
Salimos de las rejas con
esfuerzo, pues la llave de nuestros labios había agotado la vía diplomática que
nos conducía, sin aviso, a otro encarcelamiento emocional.
Anduvimos un poco, lo
suficiente para apartarnos del lugar que nos encontrábamos, esta vez,
terminando en un amplio parque a las afueras de Madrid.
Tumbados sin pensar en
nada más que en una mentira futura, engañados como niños, pensando que ese
momento se repetiría hasta el fin de los días, medité sobre la posibilidad de
equivocarme con mi elección, como siempre, la idea de perfección agolpaba la
parte frontal de mi mente, aturdida por las miles de ideas que sin sentido y
con argumentos brotaban como cactus, doloroso de espinas que rozaban cada uno
de mis ideales.
Giré la vista,
posiblemente para convencerme de mi error, cuando de nuevo nuestras pupilas se
rozaron. De pronto, y con la mueca más sutil que mi cuerpo, conducida por la
parte más inconsciente e involuntaria de mi ser consiguió hacer, retrocedí de
mis pensamientos.
Ella, como siempre radiante,
me invitó a uno de sus juegos, esta vez, consistía en escondernos de las miradas
del resto, volviendo a la escena que habíamos tenido hace escasas unas horas,
pero ahora, seríamos nosotros los que deseábamos encontrarnos solos, para, por
lo menos, recordar parte de lo que no estábamos acostumbrados a recibir.
Por un momento supe que
sería el día más feliz de mi vida, liberado de prejuicios, de dudas, de
barreras…
Sí, de haber comprendido
que aquel era el momento más feliz de mi vida, ¿habría sucedido de otra manera?
Toqué su rostro, conmovido
por la absurda idea que me atormentó, esta vez con la certeza de saber que
pronto lo dejaría de hacer, seguramente para siempre.
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